viernes, 21 de agosto de 2015

De la espiral decadente y la retroalimentación que esta conlleva



Genesis Ch.1. V.32

La bestia no anida en las entrañas del hombre, ni en sus actos, ni siquiera en sus planteamientos. Anida en las sutilezas que pueden extraerse del comportamiento humano.

La condición egodistónica que sufre el máximo exponente evolutivo del planeta asola y arrasa con todo aquello que no contemple la búsqueda constante de elementos catárticos que permitan una nueva simbiosis parasitaria con un espectro psicológico que cause gratificación egoísta.

Si convergemos nuestra visión hacia un plano en el que pueda representarse visiblemente este punto de vista, sin duda crearemos en nuestra mente imágenes que recuerden a un vórtice de destrucción; una especie de agujero abisal que, como sus parientes cósmicos, se traga todo lo que se pone a su alcance y sabe la humanidad a dónde va a parar.

No obstante, la particularidad de las órbitas gravitatorias del agujero negro no es distinta a su contrapartida alegórica; la espiral que acerca la materia es similar a un remolino de los que describe E.A. Poe en su obra "Un descenso al Maelstrom", una colosal manifestación que parece más cercana al horror cósmico de Lovecraft que a su naturaleza objetiva dentro de los límites de la realidad.

Con el ser humano pasa algo semejante en cierta medida, con la adición particular de la inconsciencia a gran escala sobre el alcance de sus actos. Arrastrados por la gratificación psicológica y el instinto de conservación e individualidad, incluso el propio principio de realidad y sus férreas normas parecen estar por debajo de la visión ególatra que devora los entresijos de nuestra especie.

Víctimas y verdugos a la vez, de una espiral como la que puede imaginarse en su variante cósmica: entropía y nihilismo en estado puro, dándose la mano y cabalgando juntos como los jinetes del apocalípsis.

Y aquí es cuando la desalentadora ironía del sentimiento de incognoscibilidad hace aparición y nos otorga una más que merecida etiqueta de insectos; seres que son conscientes de su tamaño ínfimo y miserable y que sin embargo vagan por el mundo creyéndose los reyes de una creación que no es tal, sino su némesis.

Aludiendo a la vieja costumbre del mito antiguo y concediendo una dimensión antropomórfica a la desesperanza, el desaliento y la indiferencia, parece que estos crucen muecas de complicidad al contemplar nuestra obra, presa de las cadenas de las que nuestra mera existencia nos carga sin dar alternativa alguna.

Y esa es la única conclusión. Somos la misma espiral que nos devora; nada más existe que el peso de las consecuencias de nuestros actos y no podemos escapar a ella.

No podemos huír del caos porque no podemos huír de su creador, que nos sigue fiel a nuestra sombra allá a donde vayamos.

No podemos huír de nosotros mismos.

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