lunes, 13 de octubre de 2014

Crónica de una extinción prematura al amanecer

Día martes 14 de Octubre de 2014.



Son las siete y media de la mañana, la luz del amanecer ya empieza a atisbarse tímidamente entre las tonalidades cada vez menos oscuras del firmamento nocturno. La vida de la ciudad comienza, entre leves sacudidas, a despertar de un letargo transitorio, pero eterno, al fin y al cabo.

La visión de la bóveda celeste desde la tierra tiene la particularidad de hacernos sentir insignificantes; de recordarnos que, aunque maestros y señores de nuestro mundo, no somos sino un concepto efímero e intrascendente en la existencia global en la que nos debatimos como meros insectos.

Siete y 38 minutos; las luces comienzan a encenderse en cada ventana, lentamente, de una forma casi cómica en la que el edificio en cuestión se va transformando cada vez más rápidamente en un árbol de navidad.
No es el ser humano quién hace acto de presencia; sino la rutina aplastante en la que vive sumida la sociedad.

Han sido tantas las generaciones humanas; incontables las vidas que han pasado, en el más absoluto olvido, toda su trayectoria observando la misma escena en diferentes escenarios del mundo; si bien la misma.

Siete y 45 minutos: el tránsito humano rompe con la sensación de ciudad deshabitada y post-apocalíptica que tenía hasta ahora; las personas comienzan a patrullar las calles en una especie de ritual silencioso que ni siquiera ellos mismos son capaces de apreciar.

Como seres patológicamente parasitarios de un ecosistema del que abastecernos, somos demasiado egoístas. Todo aquello que hemos pensado, visto, oído y sentido, ya lo han hecho otros muy atrás en el tiempo. Mucho más atrás.
Todo lo que nos queda es la civilización que hemos construído, cuyo objetivo no es otro sino satisfacer nuestras necesidades auto-impuestas de forma completamente individual.
"Asno se es de la cuna a la mortaja", escribió Cervantes, y no se me ocurre mejor forma de resumirlo.

Siete y 55 minutos: pueden verse varias personas sentadas en bancos públicos, leyendo el periódico mientras disfrutan de los primeros minutos de luz diurna; el camión de la basura hace ruidosamente su anunciada aparición y parece tratar de establecer cierto paralelismo que se me antoja amargamente irónico, pero divertido.

Cuando el tiempo del hombre llegue a su inevitable desenlace, no quedará nada que recordar; ningún legado más allá de la certeza inherentemente asociada al ser humano: nosotros somos el mundo, y con nuestro fin nada más importará a nadie, sino a nosotros mismos en nuestros últimos días.

Ocho de la mañana; un día cualquiera.

...Un día cualquiera en la vida de un ente vacío; de una cifra intrascendente; prescindible, de una masa de seres cuyo objetivo en vida no parece ser otro que ignorar tales realidades por un bien común.

...Por un bien común que, irónicamente, sólo satisface al individuo.

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